Así como Víctor Frankenstein buscaba crear un cuerpo a partir de la unión de distintas partes de cadáveres diseccionados, el presidente Javier Milei, apela a herramientas de políticas dispersas que fracasaron repetidamente en el pasado. Las rejunta y espera con una fascinación desopilante liberar al país de la crónica inestabilidad y estancamiento en que se encuentra hundido hace más de una década, implantando un modelo que comparte los rasgos de frialdad y crueldad de aquel monstruo del Polo Norte.

La primera decisión relevante y más aterradora hasta ahora fue aumentar el tipo de cambio oficial en una proporción extravagante. Entre el 28 y el 30 de noviembre pasado, los analistas consultados por el BCRA, a través del Relevamiento de Expectativas del Mercado, estimaron, en promedio, que el dólar en diciembre último cotizaría a 593 pesos y, sin embargo, llegó a los 810 pesos en ese mes. Ninguno de los 35 participantes de la encuesta pensó que el entonces presidente electo se iba a animar a subirlo tan bruscamente.

El gobierno no realizó ningún tipo de compensación redistributiva para moderar el impacto regresivo de la devaluación, sino que, en simultáneo y de forma inédita, decidió subir la alícuota del Impuesto País sobre todas las importaciones del 7,5% al 17,5%. No hay registros históricos de devaluaciones combinadas de incrementos masivos de impuestos a las compras externas, básicamente porque significa potenciar lo peor del efecto inflacionario. Ante todo, parece haber primado la obsesión del gobierno por alcanzar un superávit fiscal a cualquier costo para exhibirlo como un trofeo a los especuladores financieros en garantía de pago de deuda.

De la noche a la mañana, las medidas provocaron una suba del tipo de cambio efectivo para importar del 139%. El resultado principal fue un brutal y muy rápido encarecimiento de los bienes y servicios transables (es lo comercializable internacionalmente) y una caída profunda de la actividad. La medición del INDEC de diciembre registró que los productos importados aumentaron un 81%.

El tremendo sacudón cambiario e impositivo es el factor más importante que explica la gran aceleración inflacionaria de los últimos tres meses y la extraordinaria baja del consumo (en supermercados, por ejemplo, las cantidades vendidas cayeron un 13,8% en enero, según el INDEC). Al igual que el gobierno de Mauricio Macri, el de Javier Milei casi duplicó el ritmo heredado de ascenso del nivel general de precios. En el último trimestre de la presidencia de Alberto Fernandez, la variación del IPC había llegado al 37,8% y en el primero de Milei fue del 71,4%.

No es un camino sensato producir un incremento de la inflación de esa magnitud si el objetivo es disminuirla. El aumento de la nominalidad de la economía ahora es mucho más complicado de revertir. Implica que los precios que no ajustan directamente por el tipo de cambio, como los contratos de provisión de servicios, tomen de referencia mucho más el IPC registrado que el previsto, agravando la inercia. Desde ya, Milei se juega a que la depresión discipline a los trabajadores/consumidores. O sea, parece confiar en que el efecto de la contracción monetaria y fiscal reduzca tanto la demanda como para originar un exceso de oferta suficiente que neutralice la dinámica inflacionaria, más allá del enorme sufrimiento que genera.

No hay ni una política específica por parte de este gobierno orientada a promover inversiones para ampliar la oferta interna. En una economía tan inestable y anémica de crecimiento, con medidas que apuntan solo a afectar el consumo para enfrentar a la inflación, parece muy poco probable que este escenario vaya a seducir inversores o a alentar decisiones, al menos, de ampliación de oferta.

La apertura de importaciones, un paso de comedia grosero y contradictorio

Para colmo, en la vorágine de subas de precios, el Presidente, a diferencia de la cuestión tributaria (había dicho que, antes de subir impuestos, se cortaría un brazo), cumplió su promesa de corte liberal de eliminar los controles de precios, incluso de los más sensibles como los bienes de la canasta básica de alimentos. Y el efecto era previsible, con un dólar revalorizado, bienes recargados de impuestos y una severa reducción del ingreso real de los hogares, el presupuesto familiar se concentró en lo más básico.

Mientras tanto, la máxima de Milei, que bien podría simbolizar la cabeza de Frankenstein respecto a que “la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”, carece de respuestas de políticas ante los cambios de los precios relativos. En especial cuando los que pierden son los salarios y hay empresas que poseen más capacidad de formar precios en los sectores de consumo masivo. En esos rubros de demanda inelástica, la caída de los volúmenes de ventas son más que compensados en general por los aumentos de precios, fundamentalmente cuando se trata de oferta provista por pocas compañías como en el caso de los combustibles, alimentos básicos o remedios.

Esta situación de aumentos abusivos de precios en los consumos más sensibles para las familias y con alta incidencia en el IPC desató un paso de comedia grosero y contradictorio. Milei y Caputo intentaron explicar que el desmadre de precios estaba relacionado a que los empresarios habían sobredimensionado la inestabilidad ¿Sería la excepción a la regla de que la inflación es siempre y en todo lugar consecuencia de un fenómeno monetario o lo que falló fue la realidad? El propio Presidente contribuyó a ese descalabro no solo por la mega devaluación y los aumentos de impuestos, sino también por su discurso inaugural del 10 de diciembre pasado, cuando sostuvo que le habían dejado “una inflación plantada del 15.000%” sin fundar ese cálculo sobre ningún argumento racional.

Entonces, los “liberales” volvieron a las fuentes, aunque solo de forma parcial y discriminatoria, bajando impuestos a la importación de los bienes de la canasta básica y mejorando las condiciones de pago para los proveedores del exterior. Quizás su miedo a perder recaudación fiscal pesó más que su ideología liberal y, por eso, optaron por una apertura gasolera y el Frankenstein tomó más forma todavía.

La facilitación del comercio aplica justamente en un rubro donde la industria cuenta con capacidad productiva integral y margina de esos incentivos a los otras industrias que requieren insumos o bienes de capital que no se fabrican localmente. Una reducción de la producción de alimentos no solo genera menos empleo y riquezas para el país, sino también una mayor necesidad de dólares para cancelar evitables compromisos de importación. En la actualidad, por su autosuficiencia, el sector no demanda una cantidad de divisas que pueda alterar el balance cambiario. Sin embargo, la medida sí tiene un potencial de sustitución de producción nacional por importaciones significativo que perjudica sobre todo a las pymes y contribuirá a la fragilidad del frente externo del país. Además, no hay ninguna seguridad de que el abaratamiento de costos por abastecimiento en el exterior implique una transferencia de beneficios proporcionales o relevantes para el consumidor y no mayores ganancias de comercialización, sobre todo porque hay elevada concentración en la distribución de alimentos. ¿O Milei intervendrá en el mercado?

Pretender que, luego del salto del tipo de cambio, las empresas atenúen subas de precios sin haber diseñado una planificación productiva y herramientas de políticas públicas coordinadas de mediano/largo plazo solo garantiza recesión y más crisis. Y abaratar importaciones en una industria con alta capacidad de autoabastecimiento producirá un proceso de sustitución de importaciones inverso acotando el superávit comercial conseguido exclusivamente a través de la depresión del consumo y de la destrucción de empleos.

Por último, el Frankenstein retoma la píldora del atraso cambiario que tanto aprecio genera en el selecto mundo financiero para intentar bajar la inflación. Como ocurrió tantas veces, sin cambios estructurales que acompañen y permitan ampliar la infraestructura productiva y la organización de los mercados, el monstruo terminará explotando por la presión interna y externa que provoca y que ya muchos esperan. Ese escenario hoy es macabro porque se complementa de superávits gemelos (fiscal y comercial) espurios, anclados en la destrucción del poder adquisitivo de los trabajadores y la postergación de pagos del sector público. La inconsistencia del modelo agrandará al monstruo. Se manifestará lógicamente en otro salto devaluatorio que volverá a oxigenar la competitividad por pérdida salarial, a generar grandes beneficios para los exportadores, a la necesidad de un mayor sacrificio fiscal, pero también brindará más margen a la administración pública para el pago de la deuda que los especuladores financieros festejan. Como toda película de terror, el final es tenebroso.

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